En una pequeña casa derruida por la metralla, donde antes colgaban dibujos de colores y se oía el eco de risas infantiles, ahora solo queda polvo, silencio y el aroma persistente de la muerte.
Gaza, alguna vez cuna de frágiles sueños, se ha convertido en el escenario de una masacre sin aparente final.

Mariam tenía seis años.
Su madre le había prometido que, cuando desaparecieran las bombas, podrían volver a hornear pan –como antaño– juntas en su pequeña cocina, en su hogar.
Pero las bombas no cesaron.
Una noche, mientras dormía acurrucada junto a su hermano menor, un misil cayó sobre su hogar.
Mariam murió sin entender por qué.
Al igual que ella, más de 15.000 niños han perdido la vida desde que comenzó esta nueva ola de violencia.
Niños que no sabían de política, ni de fronteras, ni de venganza.
Niños que solamente querían vivir.
La historia recuerda a Herodes, aquel tirano de los tiempos bíblicos que, temiendo perder el poder, ordenó la matanza de inocentes.
Hoy, otro Herodes acecha, no con espadas, sino con drones y misiles inteligentes.
No actúa solo, viene acompañado por el silencio cómplice del mundo, la mirada esquiva de quienes podrían detener el horror y no lo hacen.
Las escuelas, los hospitales, los refugios… todo se ha vuelto blanco –diana– de esta insensata guerra.
El 6 de mayo, una escuela en el campo de refugiados de Al Bureij fue alcanzada dos veces por misiles.
Treinta personas murieron allí, muchas de ellas niños.
Sus mochilas quedaron esparcidas por el suelo, abiertas, como si en medio del caos aún buscaran lápices en lugar de salvación.
Gaza no solo sangra por las bombas.
Sangra de hambre.

Desde que Israel cerró el paso de ayuda humanitaria en marzo de 2025, la comida escasea y la desnutrición avanza como una sombra cruel entre los más pequeños.
Las madres hierven agua con hierbas secas para engañar el hambre de sus hijos, mientras los bebés no cesan de llorar con el estómago vacío.
La comunidad internacional, esa que alguna vez prometió “nunca más”, mira, pero no ve. Escucha, pero no actúa.
Los expertos de la ONU advierten que estamos ante una posible aniquilación, una limpieza étnica sin precedentes.
Pero mientras se discuten resoluciones y se redactan comunicados, los cuerpos siguen cayendo, y los niños siguen muriendo.
Gaza no necesita más promesas.
En Gaza se necesita compasión real y acción urgente.
Necesita que los que tienen voz la levanten por aquellos que ya no pueden gritar.
Porque cuando el polvo de la guerra se asiente, lo que quedará no será la victoria de nadie, sino la derrota de todos.
Y en las ruinas de lo que alguna vez fue un barrio, una escuela, un hogar, el eco de Mariam y tantos otros seguirá preguntando.
¿Por qué me dejaron morir?
Impecable escrito, Javier.
Emociona la historia de esa niña de seis años que muere sin saber por qué. ¿Cuántos más niños como ella tendrán que seguir muriendo para que alguien se atreva a contradecir a ese malnacido? Y la comunidad internacional ¿para qué está? ¿Para mirar hacia otro lado? ¿Para callar y permitir nuevas masacres? Vergüenza de mundo, vergüenza de líderes políticos y vergüenza de una justicia que ni está ni se la espera.
Un fuerte abrazo.