Representantes y representados.
El sistema político español –básicamente– es un sistema representativo, es decir, en las distintas confrontaciones electorales los votantes eligen a sus representantes, bien por su capacidad, su carisma, su liderazgo o –en definitiva– porque suponemos que esa persona a la que elegimos es la que mejor va a representar nuestras ideas y asimismo la que mejor va a defender nuestros derechos.
Con este punto de partida queda claro que nuestro sistema debería primar a los más preparados intelectualmente, a los más honestos y a los más experimentados.
Este sistema requiere y exige un alto grado de compromiso y responsabilidad de los elegidos pues, en muchos casos sus decisiones afectarán –para bien o para mal– a millones de personas que confían en su buen criterio y en su compromiso ético.
La consecuencia de todo este entramado es que una vez elegido –el político– ha de bregar durante el período que dura su mandato para –una vez concluido éste– presentarse ante sus electores con un resultado positivo de las políticas que ha llevado a cabo.
Este es un momento crucial en la vida de todo político, el momento de rendir cuentas y asumir la responsabilidad de sus actos.
A este sistema –que quizá no sea perfecto, pero es el mejor del que disponemos– se ha llegado después de una importante evolución.
Pero en estos últimos años fruto del auge y democratización de la comunicación –redes sociales– a nuestros «dirigentes»? cada vez se les hace más difícil liderar en base a la ideología de sus votantes y se mecen al viento de cualquier descerebrado mínimamente ocurrente o de cualquier campaña de acoso y derribo por muy burda que esta sea.
El panorama comienza a ser desolador pues nuestros dirigentes –cada vez más débiles– incapaces de defender intelectualmente sus/nuestras ideas y temerosos de asumir sus responsabilidades, parecen haber encontrado una vía de escape; el sistema asambleario.
Así cuando nos enfrentemos al mas mínimo problema que pueda dañar nuestra proyección política recurriremos a la consulta de aquellos que nos han elegido para asumir esas responsabilidades.
Seguramente todos conoceremos la famosa anécdota del piloto asambleario:
Imaginémonos que estamos dentro de un avión, preparados para iniciar el vuelo, cuando por la megafonía del avión oímos el siguiente mensaje: “Señoras y señores pasajeros. Bienvenidos a bordo. Les habla el comandante. Hemos decidido que este avión va a ser tripulado democráticamente. Así que, por favor, díganme cómo debo mover los mandos de la cabina, porque vamos a hacer lo que ustedes nos digan”. Seguramente la primera reacción será la de decirle al comandante que abra las puertas porque nos bajamos.
Cuando un político –elegido por nosotros– y que cobra por realizar su trabajo declina su responsabilidad intentando diluir ésta en el anonimato de una asamblea me suena a fraude.
Cuando alguien se dedica a la política y a la gestión de lo público ha de estar preparado para asumir responsabilidades y también debe arriesgarse a acertar o equivocarse.
El político que se escuda en plebiscitos con la intención de evitar tomar decisiones impopulares demuestra una importante falta de coraje.
La preeminencia del asamblearismo sobre la decisión –informada y responsable– de un líder político nos aboca a la derrota de la política y nos deja en manos de la demagogia.