El clamor silencioso de millones de personas que ha tenido que abandonar su casa, su barrio, su tierra en la búsqueda de una vida mejor fue capturado –hace ya muchos años– por el maravilloso poeta y cantautor argentino Rafael Amor.
No me llames extranjero, porque haya nacido lejos.

Emigrar no es algo nuevo, no es un fenómeno de esta época, la emigración va pareja a la historia de la humanidad.
Hemos emigrado por múltiples razones; económicas, sociales, políticas o climáticas.
Sin embargo –actualmente– las fronteras, tanto físicas como mentales se han vuelto más y más rígidas, y con ellas han crecido los prejuicios, la desinformación y la humillante deshumanización del migrante.
Frente a esta realidad, se vuelve realmente urgente una reflexión más profunda y humana.
No somos extranjeros, somos seres humanos compartiendo un mismo planeta.
La inmigración no es solamente una estadística en los informes de los gobiernos.
No es una amenaza para los mercados laborales.
Es –ante todo– una historia personal.
Cada persona que emigra acarrea en su equipaje algo más que ropa, llevan consigo recuerdos, miedos, esperanzas, una lengua, una cultura, una identidad.
Nadie deja su tierra por capricho.
A menudo quienes emigran lo hacen presionados por la pobreza, la violencia o la falta de oportunidades.
Se les etiqueta de “ilegales”, “invasores” o “carga social”, y muchos de los que se dedican a este etiquetado –en nuestro país– son los hijos o nietos de aquellos de nosotros que en su día fuimos ilegales, invasores o carga social a lo largo y ancho de toda Hispanoamérica, o de países muy concretos de Europa como Alemania, Francia o Suiza.
Ilegales, invasores o carga social son palabras, cargadas de odio e ignorancia, que despojan al emigrante de su humanidad.
¿Cual es el significado de ser “extranjero”?
¿Acaso una línea imaginaria en un mapa puede definir quién pertenece y quién no? ¿Puede el lugar de nacimiento determinar el valor de una persona?
Las naciones modernas están formadas, en gran parte, gracias a la inmigración.
Países como Estados Unidos, Argentina, Canadá o Alemania han crecido y se han enriquecido cultural y económicamente gracias a la llegada de personas de todas partes del mundo.
La diversidad que aportan los migrantes ha nutrido la música, la gastronomía, el arte, la ciencia y la tecnología.
Muchos de los grandes avances en estos países fueron posibles gracias a la contribución de quienes, en algún momento, también fuimos considerados “extranjeros”.
Por otra parte, hemos de reconocer que el fenómeno migratorio también implica –en estos momentos– importantes desafíos.
Las sociedades receptoras deben trabajar en políticas públicas eficaces para garantizar la integración, el respeto por los derechos humanos y la convivencia armónica.
Pero estos desafíos no deben ser utilizados como excusa para fomentar el miedo o justificar el racismo.
Más bien, deben ser una oportunidad para construir comunidades más solidarias, donde la diferencia sea vista como riqueza y no como amenaza.
En un mundo globalizado, donde las mercancías, los datos y las ideas circulan libremente, resulta contradictorio que el movimiento de las personas siga siendo tan restringido.
La movilidad humana debería entenderse como un derecho, no como un delito.
Quien migra –no roba– aporta fuerza de trabajo, talento, creatividad, y sobre todo, humanidad.
En lugar de muros, necesitamos puentes. En lugar de políticas de exclusión, necesitamos acciones de inclusión.
“No me llames extranjero”, porque el amor por la tierra, la lengua o la familia no desaparece al cruzar una línea en un papel, una frontera.
El emigrante no olvida sus raíces, pero tampoco es ajeno a su nuevo hogar.
Quiere pertenecer, aportar, contribuir.
Ser visto no como un problema, sino como una persona con derechos y dignidad.
Hoy más que nunca, cuando los conflictos armados, las crisis económicas y los desastres naturales siguen expulsando a millones de personas de sus hogares, tenemos la responsabilidad moral de abrir los ojos, el corazón y las fronteras.
La empatía no debe tener nacionalidad.
Llamar a alguien “extranjero” puede parecer un simple término, pero encierra una carga de exclusión que perpetúa la desigualdad y la incomprensión.
Es momento de cambiar esa mirada. No desde la lástima, sino desde la justicia y la humanidad compartida.
Porque al final, todos somos migrantes en algún sentido: de una etapa a otra, de un lugar a otro, de una identidad a otra.
No me llames extranjero. Llámame hermano.