Cuarenta años a la deriva

Cuarenta años a la deriva.

De 1977 a 2017 hemos derrochado energía y dinero intentando poner en marcha algo –cuando menos– novedoso a la hora de organizarnos territorialmente.

Y en un intento de escapar de la atracción del centralismo franquista, pero sin llegar a caer en el federalismo republicano, se nos ocurrió un engendro llamado «Estado de las Autonomías».

¿Porque considero este sistema un engendro?

Un estado centralista que delega ciertas funcionalidades en las administraciones locales puede percibir –aún en la lejanía de la capital– los problemas de su territorio y actuar sobre éste de manera controlada y supuestamente equitativa, siendo esto mismo –la equidad– su gran deficit al depender casi exclusivamente de la voluntad de un exiguo grupo de políticos.

Un sistema federal simétrico se basaría en la igualdad entre todos los territorios y por ende de los ciudadanos que los habitan. En este caso el sistema bicameral –Parlamento y Senado– tendría realmente sentido pues el Senado se correspondería con la representación igualitaria de los territorios federados.

Un sistema centralista primaría las decisiones de un poder omnímodo –que lo abarca y lo comprende todo– y se encontraría a expensas de la arbitrariedad de un minúsculo grupo de políticos como ya explicamos anteriormente.

En contraposición el sistema federal requiere de un mayor esfuerzo para el diálogo y un alto grado de respeto y lealtad a los acuerdos adoptados en aras del bien común de la Federación.

¿Y que hicimos los españoles cuando se planteó la necesidad de reorganizar el territorio?

Pues, en lugar de trabajar sobre los sistemas ya existentes para mejorarlos, nos inventamos uno propio.

Un sistema propio al que llamamos –con mucha pompa y boato– Estado de las Autonomías.

Con este sistema se dio carta de naturaleza –desde sus propios inicios– a la desigualdad de los ciudadanos basada en el territorio en el que se asientan.

Es decir, según en la autonomía que te toque vivir pagarás mas o menos impuestos, dispondrás de mejores o peores colegios, los salarios de los trabajadores no serán equiparables y en definitiva todo se enfoca a una tensión competitiva que fomenta mas desigualdad si cabe, agrandando la brecha entre Comunidades.

Al desconcierto económico podemos agregar el legislativo, el cual en estos cuarenta años nos ha llevado a disponer de un batiburrillo de leyes, decretos, normativas y sentencias disparatadas y contrapuestas a escasa distancia.

El dislate es tal que un ex-presidente de Autonomía –una pequeña porción de España– puede disponer de un salario superior al de un Presidente del Estado en ejercicio.

Son estas las cuestiones que nos hacen ser considerados en Europa como ciudadanos de segunda, derrochadores y poco fiables.

Pero hay algo en lo que hemos sido, somos y seremos campeones –no tenemos remedio–, llevamos cuarenta años buscando –todos– el «hecho diferencial», cualquier Autonomía que se precie –y para esto se precian todas– emplea ingentes energías en buscar un hecho que la diferencie de su vecina, algo para poder espetarle al resto «somos mejores», y cuarenta años ocupados en estos menesteres han dado al traste con cualquier iniciativa que se sustente en la solidaridad.

Las diferencias económicas institucionalizadas –como por ejemplo el Cupo Vasco– no han hecho más que ahondar en este sentido, y está claro que para llegar a un Estado Federal auténtico son precisamente estos «hechos diferenciales» –siempre económicos– a los que hay que vencer.

Este y no otro es el germen de nacionalismos como el catalán que no buscan más allá que una salida económica que les coloque en un plano de «desigualdad» con el resto pues se creen mejores y con más derechos, ideas estas muy en consonancia con las que imperaron en España hasta 1977.

Y aquí estamos, cuarenta años después, otra vez en la casilla de salida y todos a la greña.

¿Seremos capaces esta vez de pensar en el bien comun de todos –y no de unos pocos– cuando llegue el momento de la gran reforma constitucional que se avecina?

 

 

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