¿Necesitamos una democracia militante?

El concepto de «democracia militante» proviene del filósofo Karl Loewenstein, que defendía que las democracias deben protegerse activamente frente a quienes buscan destruirlas utilizando sus propias libertades. Es decir, no basta con ser tolerante: la democracia debe poner límites claros a quienes, amparándose en los derechos democráticos, persiguen anularlos.

La noche de los cuchillos largos
La noche de los cuchillos largos

En España, la Constitución de 1978 estableció un sistema democrático abierto, basado en el pluralismo político, la libertad de expresión y el respeto a los derechos fundamentales. Sin embargo, también incluyó mecanismos para defenderse de amenazas internas, como la ilegalización de partidos que atenten contra los principios democráticos (artículo 6) o la declaración del estado de excepción en casos extremos. No obstante, hasta hoy, España ha apostado por una interpretación flexible y generosa del pluralismo. Esto tiene ventajas indudables, pero también riesgos ciertos.

En los últimos años hemos visto movimientos y partidos políticos que, en ocasiones, utilizan el marco democrático para impulsar agendas que chocan frontalmente con los valores constitucionales. Desde discursos que relativizan los derechos humanos, hasta propuestas de ruptura unilateral del orden constitucional, pasando por la glorificación de regímenes autoritarios, son fenómenos que ponen a prueba la resistencia de nuestra democracia. Ante esto, surge la pregunta: ¿deberíamos avanzar hacia una democracia más militante, que establezca límites más claros y actúe con mayor firmeza frente a quienes buscan socavar el sistema?

Los defensores de una democracia militante argumentan que la neutralidad absoluta puede conducir a la autodestrucción. Permitir que partidos o movimientos antidemocráticos usen las instituciones para minarlas desde dentro es, a la larga, un suicidio político. Ejemplos históricos, como el ascenso del nazismo en la Alemania de Weimar, muestran el peligro de tolerar a intolerantes. Desde esta perspectiva, una democracia militante no es menos democrática, sino una que se protege a sí misma para garantizar su continuidad y la libertad de todos.

Por otro lado, existen argumentos poderosos en contra. Restringir derechos fundamentales, prohibir partidos o censurar ideas puede conducir fácilmente a abusos de poder. Además, definir qué es «antidemocrático» no siempre es sencillo y puede prestarse a interpretaciones interesadas, instrumentalizando el concepto para silenciar opositores legítimos. En una sociedad plural como la española, con sensibilidades nacionales diversas y tensiones históricas, un exceso de celo militante podría alimentar la polarización y debilitar la confianza en las instituciones.

Quizá el punto de equilibrio esté en reforzar la cultura democrática, la educación cívica y la firme aplicación del marco constitucional existente, sin necesidad de nuevas restricciones legales excesivas. Defender la democracia exige, en primer lugar, ciudadanos comprometidos con sus valores. Pero también demanda instituciones vigilantes, capaces de actuar ante amenazas claras. Así, una «democracia militante» en España no necesariamente tendría que significar más prohibiciones, sino un compromiso más activo de todos —Estado, partidos, medios y sociedad— en proteger los principios democráticos frente a quienes pretenden demolerlos.

En definitiva, la pregunta no es solo si necesitamos una democracia militante, sino cómo fortalecer nuestra democracia para que no sea ingenua ni frágil, pero tampoco derive en autoritarismo bajo la excusa de protegerse. Es un equilibrio delicado, que exige madurez política y responsabilidad colectiva.

P.D.: La democracia española debe —irremediable y urgentemente— dar un paso al frente ante la amenaza real de una involución política.

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