Felipe González, antaño símbolo de la renovación democrática y de la ilusión socialista tras la dictadura franquista, ha terminado su carrera política como una caricatura de sí mismo: un político reciclado en empresario, defensor del orden neoliberal, y enemigo declarado de cualquier atisbo de transformación real.

Lo que alguna vez fue una promesa de cambio para millones de españoles, hoy es visto por muchos como una de las traiciones más amargas que ha sufrido la izquierda en la historia reciente de España.
González llegó al poder con el respaldo masivo de un país esperanzado.
Prometió justicia social, derechos laborales y dignidad para los olvidados del régimen anterior.
Pero una vez instalado en La Moncloa, su proyecto mutó: abrazó las recetas neoliberales, impuso reconversiones industriales salvajes que destruyeron el tejido productivo, y permitió que los intereses de los poderosos marcaran la agenda política.
Lo que para algunos fue “modernización”, para otros no fue más que un brutal desmantelamiento de las bases sociales del país.
Su gobierno no sólo fue cómplice, sino protagonista de uno de los episodios más oscuros de la democracia: el terrorismo de Estado de los GAL, un escándalo que puso al descubierto las cloacas del poder y la podredumbre institucional tolerada —cuando no dirigida— desde las más altas esferas.
Pero si su mandato dejó heridas profundas, su trayectoria posterior ha sido aún más bochornosa.
González no se retiró a la reflexión o a la labor pedagógica de los viejos sabios; se vendió. Literalmente. Se sentó en consejos de administración de grandes multinacionales energéticas como Gas Natural, justo cuando miles de ciudadanos sufrían pobreza energética.
Se convirtió en un defensor acérrimo de las grandes empresas, del mercado libre sin regulación y del sistema que oprime precisamente a quienes decía representar.
Para muchos militantes del PSOE, verlo justificar privilegios fiscales, atacar políticas redistributivas o proteger a las élites latinoamericanas fue una humillación difícil de digerir.
Peor aún, se ha dedicado con saña a socavar a todo proyecto que huela a izquierda real. Desde Podemos hasta Sumar, pasando por el propio PSOE cuando este intenta dar pasos tímidos hacia posiciones progresistas.
Felipe González actúa como un guardián del viejo régimen, un portavoz del IBEX-35 disfrazado de abuelo institucional.
Se indigna con los pobres que reclaman derechos, pero calla ante los ricos que saquean lo público.
Critica a los jóvenes militantes mientras comparte mesa con banqueros y oligarcas.
A estas alturas, su figura genera rechazo incluso entre votantes socialistas de toda la vida.
Es la imagen viva de una traición, un político que cambió el puño y la rosa por el puro y la tarjeta black.
La izquierda no puede avanzar sin enfrentar con claridad lo que representa González: la claudicación, el cinismo y la renuncia a cualquier principio transformador.
No es solo una vergüenza para el PSOE; es una advertencia para toda la izquierda: sin memoria ni coherencia, los líderes se convierten en verdugos de su propio pueblo.